Los que me conocen, o me conocen medianamente bien, saben que adoro a los perros. Me gustan todos y me llevo bien con todos... o eso creía yo.
En la oficina tenemos un perro cabrón, es decir, en el edificio de la oficina, claro. El chucho de marras, que responde al nombre de Lucas, se lleva mal con todo el vecindario, ladra a todo el mundo, y se lanza a la yugular de todo perro con el que se cruza.
Muy mala leche es lo que tiene Lucas.
Hace un par de días se enzarzó en una pelea con otro de los perros de la casa, justo en nuestra puerta, y por un momento pensé que teníamos que salir a despegarlos a cubazos de agua.
Esta mañana, salía yo tan tranquila por la puerta cuando me topo de bruces con el perrito. Le ha bastado verme para lanzarse sobre mí, clavar sus zarpas delanteras en mi brazo y regalarme tres ladridos que me han dejado sorda.
La chica que lo pasea, que no es la dueña, lo ha apartado de mí apresuradamente mientras me pedía disculpas azoradísima.
"No pasa nada, tranquila" he mentido yo, mientras me cagaba en tos los muertos del can.
"Hijo, Lucas, qué antipático eres" le regañaba la pobre mientras entraba en el edificio.
¿Antipático? Un hijoputa es lo que es.
"Te puedo asegurar" le decía más tarde a Walter cuando se lo contaba "que llega a morderme y no habrían tenido que llamar a la Guardia Civil para rematarlo. Y esta noche, perrito caliente para todos"
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