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sábado, 28 de julio de 2012
domingo, 6 de mayo de 2012
¡Feliz Día de la Madre!
Hoy es el día de la madre, eso dicen todos los calendarios y eso dice El Corte Inglés, así que he decidido resucitar este blog y conmemorar tan insigne fecha contándoos el único intento de suicido de mi madre (del que tenga constancia), básicamente por dos motivos: uno, porque como intento de suicidio resultó totalmente fallido y dos, porque fue culpa mía, toda, todita.
Corría el año 1985, estábamos en plenas vacaciones de Navidad y, como solía ser habitual, mi padre nos había conseguido entradas gratis para Juvenalia.
Si no sabéis qué es Juvenalia, os recomiendo que lo consultéis en Wikipedia, Google o similares, porque no tengo demasiado tiempo para entretenerme ahora ubicando a los lectores menores de 25 años.
Retomando: 1985, vacaciones de Navidad, Juvenalia. Allá vamos los cuatro, madre, padre, hermana mayor y servidora.
Mi padre se pierde rápido por allí, haciendo no sé qué, probablemente charlando con compañeros de trabajo/contactos/extraños con los que compartir un buen güisqui con hielo... ni idea.
Mi hermana nos acompaña un rato mientras avanzamos por una de las salas, hasta que llegamos a una zona donde está instalado un pequeño circo con tres pistas, gradas y un animoso animador con sistema de megafonía a todo trapo animando a todos los niños de los alrededores a acercarse y participar activamente en sus actividades.
A mi hermana el circo no le interesa demasiado y decide seguir investigando la feria por su cuenta, a mí me fascina y decido quedarme allí. Como soy la pequeña, a mí madre no le queda más remedio que quedarse conmigo.
El circo constaba de las siguientes actividades: una jaula con leones (y un domador con cara de aburrimiento) a la que podías entrar para dar órdenes a los leones, una zona de malabarismos donde te enseñaban a hacer malabares (obvio) con pelotas, mazas y tal, una zona de trapecios, donde te enseñaban a colgarte de los mismos pero a 20cm del suelo, para evitar accidentes; una zona de colchonetas donde te enseñaban a hacer volteretas de todo tipo y, lo mejor de todo, lo que me cautiva, una pista con dos caballos en los que puedes montar y dar varias vueltas.
Yo, enamorada de los caballos, insisto a mi madre para que me deje quedarme y montar. Mi madre accede con resignación, se sube a las gradas del mini-circo, junto a la zona de megafonía y el animoso animador, me coge el abrigo y me dice que vaya a montar a caballo si eso es lo que me place.
Eso es lo que me place, efectivamente, pero... es también lo que le place a todos los niños que hay alrededor del circo de modo que la cosa se complica.
El sistema de actividades en el circo funciona de la siguiente manera: Cada media hora, se reparten tiquets para las actividades, hay que hacer cola entonces junto a una mesita en la que dices lo que quieres hacer al llegar. Una amable señorita te entrega el tiquet de la actividad y para allá que te vas con él en la mano a cumplir tu sueño de ser el próximo Angel Cristo, la próxima Pinito del Oro o lo que corresponda.
Emocionada, hago la cola y cuando llego a la mesa explico que quiero montar a caballo. La amable señorita me dice que para montar a caballo ya no quedan tiquets, que me toca esperar media hora para intentarlo de nuevo, pero que puedo hacer algo diferente, si quiero. Resignada, acepto un tiquet para malabares y durante quince minutos me dedico a esquivar mazas de circo en un rincón, mientras mi madre me observa con paciencia.
Pasa media hora, se abre de nuevo la mesa de entrega de tiquets y allá que corro de nuevo. Hay cola y cuando llego a la mesa, me explican de nuevo que los tiquets para montar a caballo se han terminado, pero que puedo elegir otra actividad, si quiero.
Os podéis imaginar cómo sigue la cosa, durante las dos horas siguientes, esquivo mazas, pelotas, hago volteretas laterales, pino-puentes, me cuelgo de trapecios a 2cm del suelo y soporto con estoicismo eternas colas frente a la mesita para que me digan una y otra vez que no quedan tiquets para montar a caballo.
Yo empezaba a frustarme, como es obvio, pero os podéis imaginar el estado de ánimo de mi madre, tres horas sentada en las gradas del circo aquél, viendo a su hija revolcarse por las colchonetas y acercándose cada media hora para insistir "tampoco quedaban tiquets esta vez, mamá, pero para el próximo turno consigo seguro...".
Supongo que fue al comienzo de la tercera hora cuando empezó a pensar que el suicidio era la única forma de escapar de allí, así que cuando el animoso animador de la megafonía, con el que había entablado amistad supongo que para no morir de aburrimiento, le dijo que nadie parecía animarse a probar con los leones y que era una pena porque estaba seguro de que si entraba una persona, el resto de niños correrían entusiasmados a encerrarse con los leones, mi madre se ofreció voluntaria rápidamente. El animoso animador le dijo entonces que si realmente tenía los cojones de meterse en la jaula, él se encargaría personalmente de que yo montara a caballo de una puñetera vez.
Tal y como lo veo, mi madre debió de ver la luz en ese momento, porque se encontró ante una de esas situaciones que los ingleses llaman "win-win", en las que hagas lo que hagas, sales ganando.
Si entraba en la jaula y salía viva, yo montaría a caballo y podríamos irnos del circo aquél, reunirnos con el resto de la familia y, con suerte, volver a casa o, cuanto menos, desentumecer las posaderas. Si entraba en la jaula y no salía viva, sería porque los leones se habrían apiadado de ella y la habrían librado de su sufrimiento de una vez por todas: adiós circo, adiós gradas metálicas, adiós espera infructuosa mientras la cabezota de tu hija se empeña en montar en un caballo piojoso y, probablemente, artrítico, e incapaz de hacer nada que no sea dar vueltas a una pista de circo diminuta.
Mi madre me dio el bolso para que se lo guardara y se acercó a la jaula para regocijo del animador, que se encargó mediante megafonía de chillar a los cuatro vientos para que nadie en el todo el recinto ferial se perdiera el momento en el que los leones se la merendaban. El domador salió del coma, le dio un látigo a mi madre y entró con ella a la jaula (detrás de ella todo el rato, debo añadir). Mi madre se colocó junto a los leones, dio varios latigazos, hizo que los leones subieran y bajaran de los taburetes, se acercó mucho más de lo prudentemente necesario, teniendo en cuenta que ya estaba encerrada en una jaula con cuatro leones, recibió el aplauso de medio Madrid, que seguía sus actividades con morbosa fascinación, saludó y abandonó la jaula sana y salva. El animoso animador habló con la encargada de los caballos, me subieron a uno de ellos y me dieron una vuelta a la pista francamente corta teniendo en cuenta la hazaña que acababa de realizar mi madre.
Como epílogo de esta bonito historia que ilustra lo peligroso que puede resultar acabar con la paciencia de una madre (peligroso para ella misma, desde luego), debo añadir que nadie de entre el público se atrevió a emular a mi madre, el domador volvió a su coma inducido y mi madre me recibió tras mi excursión ecuestre, no con el entusiasmo que esperaba yo, si no con un escueto "¿ya? pues venga, ponte el abrigo y busca a tu hermana que a saber dónde se ha metido". Y así abandonamos Juvenalia y así entró mi madre en el panteón de madres asombrosas capaces de hacer cualquier cosa por combatir el tedio.
Corría el año 1985, estábamos en plenas vacaciones de Navidad y, como solía ser habitual, mi padre nos había conseguido entradas gratis para Juvenalia.
Si no sabéis qué es Juvenalia, os recomiendo que lo consultéis en Wikipedia, Google o similares, porque no tengo demasiado tiempo para entretenerme ahora ubicando a los lectores menores de 25 años.
Retomando: 1985, vacaciones de Navidad, Juvenalia. Allá vamos los cuatro, madre, padre, hermana mayor y servidora.
Mi padre se pierde rápido por allí, haciendo no sé qué, probablemente charlando con compañeros de trabajo/contactos/extraños con los que compartir un buen güisqui con hielo... ni idea.
Mi hermana nos acompaña un rato mientras avanzamos por una de las salas, hasta que llegamos a una zona donde está instalado un pequeño circo con tres pistas, gradas y un animoso animador con sistema de megafonía a todo trapo animando a todos los niños de los alrededores a acercarse y participar activamente en sus actividades.
A mi hermana el circo no le interesa demasiado y decide seguir investigando la feria por su cuenta, a mí me fascina y decido quedarme allí. Como soy la pequeña, a mí madre no le queda más remedio que quedarse conmigo.
El circo constaba de las siguientes actividades: una jaula con leones (y un domador con cara de aburrimiento) a la que podías entrar para dar órdenes a los leones, una zona de malabarismos donde te enseñaban a hacer malabares (obvio) con pelotas, mazas y tal, una zona de trapecios, donde te enseñaban a colgarte de los mismos pero a 20cm del suelo, para evitar accidentes; una zona de colchonetas donde te enseñaban a hacer volteretas de todo tipo y, lo mejor de todo, lo que me cautiva, una pista con dos caballos en los que puedes montar y dar varias vueltas.
Yo, enamorada de los caballos, insisto a mi madre para que me deje quedarme y montar. Mi madre accede con resignación, se sube a las gradas del mini-circo, junto a la zona de megafonía y el animoso animador, me coge el abrigo y me dice que vaya a montar a caballo si eso es lo que me place.
Eso es lo que me place, efectivamente, pero... es también lo que le place a todos los niños que hay alrededor del circo de modo que la cosa se complica.
El sistema de actividades en el circo funciona de la siguiente manera: Cada media hora, se reparten tiquets para las actividades, hay que hacer cola entonces junto a una mesita en la que dices lo que quieres hacer al llegar. Una amable señorita te entrega el tiquet de la actividad y para allá que te vas con él en la mano a cumplir tu sueño de ser el próximo Angel Cristo, la próxima Pinito del Oro o lo que corresponda.
Emocionada, hago la cola y cuando llego a la mesa explico que quiero montar a caballo. La amable señorita me dice que para montar a caballo ya no quedan tiquets, que me toca esperar media hora para intentarlo de nuevo, pero que puedo hacer algo diferente, si quiero. Resignada, acepto un tiquet para malabares y durante quince minutos me dedico a esquivar mazas de circo en un rincón, mientras mi madre me observa con paciencia.
Pasa media hora, se abre de nuevo la mesa de entrega de tiquets y allá que corro de nuevo. Hay cola y cuando llego a la mesa, me explican de nuevo que los tiquets para montar a caballo se han terminado, pero que puedo elegir otra actividad, si quiero.
Os podéis imaginar cómo sigue la cosa, durante las dos horas siguientes, esquivo mazas, pelotas, hago volteretas laterales, pino-puentes, me cuelgo de trapecios a 2cm del suelo y soporto con estoicismo eternas colas frente a la mesita para que me digan una y otra vez que no quedan tiquets para montar a caballo.
Yo empezaba a frustarme, como es obvio, pero os podéis imaginar el estado de ánimo de mi madre, tres horas sentada en las gradas del circo aquél, viendo a su hija revolcarse por las colchonetas y acercándose cada media hora para insistir "tampoco quedaban tiquets esta vez, mamá, pero para el próximo turno consigo seguro...".
Supongo que fue al comienzo de la tercera hora cuando empezó a pensar que el suicidio era la única forma de escapar de allí, así que cuando el animoso animador de la megafonía, con el que había entablado amistad supongo que para no morir de aburrimiento, le dijo que nadie parecía animarse a probar con los leones y que era una pena porque estaba seguro de que si entraba una persona, el resto de niños correrían entusiasmados a encerrarse con los leones, mi madre se ofreció voluntaria rápidamente. El animoso animador le dijo entonces que si realmente tenía los cojones de meterse en la jaula, él se encargaría personalmente de que yo montara a caballo de una puñetera vez.
Tal y como lo veo, mi madre debió de ver la luz en ese momento, porque se encontró ante una de esas situaciones que los ingleses llaman "win-win", en las que hagas lo que hagas, sales ganando.
Si entraba en la jaula y salía viva, yo montaría a caballo y podríamos irnos del circo aquél, reunirnos con el resto de la familia y, con suerte, volver a casa o, cuanto menos, desentumecer las posaderas. Si entraba en la jaula y no salía viva, sería porque los leones se habrían apiadado de ella y la habrían librado de su sufrimiento de una vez por todas: adiós circo, adiós gradas metálicas, adiós espera infructuosa mientras la cabezota de tu hija se empeña en montar en un caballo piojoso y, probablemente, artrítico, e incapaz de hacer nada que no sea dar vueltas a una pista de circo diminuta.
Mi madre me dio el bolso para que se lo guardara y se acercó a la jaula para regocijo del animador, que se encargó mediante megafonía de chillar a los cuatro vientos para que nadie en el todo el recinto ferial se perdiera el momento en el que los leones se la merendaban. El domador salió del coma, le dio un látigo a mi madre y entró con ella a la jaula (detrás de ella todo el rato, debo añadir). Mi madre se colocó junto a los leones, dio varios latigazos, hizo que los leones subieran y bajaran de los taburetes, se acercó mucho más de lo prudentemente necesario, teniendo en cuenta que ya estaba encerrada en una jaula con cuatro leones, recibió el aplauso de medio Madrid, que seguía sus actividades con morbosa fascinación, saludó y abandonó la jaula sana y salva. El animoso animador habló con la encargada de los caballos, me subieron a uno de ellos y me dieron una vuelta a la pista francamente corta teniendo en cuenta la hazaña que acababa de realizar mi madre.
Como epílogo de esta bonito historia que ilustra lo peligroso que puede resultar acabar con la paciencia de una madre (peligroso para ella misma, desde luego), debo añadir que nadie de entre el público se atrevió a emular a mi madre, el domador volvió a su coma inducido y mi madre me recibió tras mi excursión ecuestre, no con el entusiasmo que esperaba yo, si no con un escueto "¿ya? pues venga, ponte el abrigo y busca a tu hermana que a saber dónde se ha metido". Y así abandonamos Juvenalia y así entró mi madre en el panteón de madres asombrosas capaces de hacer cualquier cosa por combatir el tedio.
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